DISCURSO PENAL Y SUPLICIOS REALES. Consideraciones sobre el habeas corpus del Centro de Estudios Legales y Sociales.

DISCURSO PENAL Y SUPLICIOS REALES. Consideraciones sobre el habeas corpus del Centro de Estudios Legales y Sociales


García Romanutti, Hernán
Vázquez, Guillermo Javier
Vergara, Juan Exequiel

Nos proponemos a través de esta ponencia, desentrañar las consecuencias filosóficas y antropológicas sobre los discursos y sistemas constitucionales y penales de una Nación en cuyas cárceles y comisarías donde se alojan condenados y, en su mayoría, personas procesadas esperando una sentencia, no se respetan ni se cumplen las normativas básicas sobre derechos humanos y ejecución penal. Tomando como base el recorrido del habeas corpus presentado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), ante el Tribunal de Casación de Buenos Aires, hasta la resolución de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, intentamos preguntarnos sobre la posibilidad de un discurso penal moderno en una Nación cuyas cárceles no son instituciones resocializadoras, ni disponen de las condiciones estructurales básicas de humanidad, sino que, por el contrario, son formas punitivas análogas al suplicio medieval y al confinamiento en campos de concentración tortuosos.

1. El 15 de noviembre de 2001 Horacio Verbitsky, representante legal del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), interpuso ante el Tribunal de Casación de la Provincia de Buenos Aires una acción de habeas corpus correctivo y colectivo en amparo de todas las personas privadas de su libertad en jurisdicción de la Provincia de Buenos Aires detenidas en establecimientos penales y comisarías superpoblados.
Indicó que en la provincia funcionan 340 comisarías cuyas instalaciones permitirían albergar a 3178 personas, pero que alojan 6364. Describió el estado deplorable de conservación e higiene de los calabozos de estas comisarías, que carecían por lo general de ventilación y luz natural, que no contaban con ningún tipo de mobiliario —toda actividad (comer, dormir, etc.) de los internos, debía llevarse a cabo en el piso—, que los sanitarios no eran suficientes para todos y que, por otra parte, no se garantizaba la alimentación adecuada de los reclusos. Que esta situación agravaba el riesgo de propagación de enfermedades infecto-contagiosas, al igual que el aumento de los casos de violencia física y sexual entre los propios internos.
Especificó que los lugares de alojamiento de detenidos provinciales deben respetar reglas elementales como el cubaje mínimo por interno, las condiciones de aireación, iluminación, calefacción y sanidad, la cantidad de camas y la seguridad para el descanso, el contacto diario con el aire libre y la posibilidad de desplazamiento, el acceso al servicio médico y a la educación y al trabajo que el Estado no satisfacía. Que muchas personas permanecen detenidas en comisarías, pese a que la Constitución y la ley lo impiden, gran cantidad de los detenidos continuaban en dichas instalaciones pese a haber vencido el plazo que la ley menciona para su alojamiento excepcional, y que el traslado de gran parte de ellos a unidades penitenciarias no se había hecho efectivo por falta de cupos.
Sostuvo que la situación denunciada constituía un caso inobjetable de gravedad institucional que tornaba imperioso el tratamiento por parte de dicha judicatura. Las acciones individuales incoadas ante los tribunales de instancia inferior sólo habían producido resoluciones parciales que aliviaban la situación concreta de algunos, agravando la de otros.
Consideró que las situaciones descriptas constituían agravamientos arbitrarios de las condiciones de detención legal y por ello hacían procedente la acción en los términos del art. 43 de la Constitución Nacional. Sobre tal base, solicitó al Tribunal de Casación provincial que asumiera la competencia respecto de la situación de ese colectivo de personas a los efectos de repararla.
El fiscal y el defensor oficial ante el Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires solicitaron que se declarara admisible la acción de habeas corpus interpuesta por el CELS. Entendieron que resultaba insuficiente abordar la problemática en forma aislada y  que el caso revestía gravedad institucional porque comprometía eventuales responsabilidades del Estado Argentino.
La Sala III de la Cámara de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires decidió rechazar in limine la acción incoada al considerar que no era el órgano competente para intervenir en los hechos denunciados en la presentación sobre la base de que su competencia estaba limitada al conocimiento del recurso de la especialidad (arts. 406 y 417 CP local). Señaló que no correspondía tomar una única decisión que englobase situaciones plurales indeterminadas, aun cuando estén referidas a un problema común.
Contra esta decisión el CELS interpuso recursos extraordinarios de nulidad e inaplicabilidad de ley ante la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires. Indicó que se había omitido el tratamiento de las cuestiones planteadas por razones formales de competencia. Consideró que la decisión había desconocido la posibilidad de accionar en defensa de derechos e intereses colectivos (art. 43 in fine CN).
La Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires declaró inadmisibles esos recursos. Sostuvo que la resolución impugnada no revestía carácter de definitiva, en tanto no vedaba que la cuestión fuera sometida a los magistrados a cuya disposición se encuentran las personas detenidas cuyo amparo se perseguía por la acción interpuesta.
Contra este pronunciamiento el CELS interpuso recurso extraordinario federal, esgrimió que constituía un error conceptual sostener que la cuestión planteada en el sub judice podía ser debatida individualmente en cada caso ante los magistrados a cuya disposición se hallan detenidos los amparados, razonamiento éste que identifica a la acción colectiva como la suma de múltiples acciones individuales tramitadas por separado: el pronunciamiento impugnado, cerraba definitivamente la discusión sobre el tema, impidiendo el tratamiento de los agravios encauzados en la acción colectiva. Aun cuando no se compartiera el criterio en torno al carácter definitivo de la decisión en tanto cierra la vía de la acción colectiva, la sentencia recurrida debía equipararse a definitiva, en tanto el gravamen que ocasionaba sería de imposible o insuficiente reparación ulterior. La denegación del recurso dio lugar a la presentación de la queja.
En el curso del trámite de la queja la Corte dispuso convocar a las partes a dos audiencias públicas. El Ministerio de Justicia de la Provincia de Buenos Aires agregó un informe que da cuenta del estado de situación en materia de personas privadas de la libertad la provincia: se desprende la existencia de un incremento notable (296,70%) en la cantidad de detenidos procesados desde el año 1990 —acentuándose desde 1998—, los que representan el 75% del total de las personas privadas de su libertad. El CELS destacó que en los tres años transcurridos la ya grave situación descripta en la acción originaria, no sólo no se había modificado sino que se había incrementado.
 
2. La distinción clásica de las normas constitucionales entre aquellas que tienen carácter declarativo, programático u operativo se nos presenta con importancia significativa a la hora de analizar la eficacia del art. 18 de la Constitución Nacional y su parte pertinente, que afirma la sanidad y limpieza de las cárceles nacionales y su designio de seguridad y no de castigo de los reos.
            Esta clasificación, que en el caso se vuelve oscilante entre las disposiciones programáticas y las operativas, radica en la necesidad o irrelevancia del dictado de leyes que reglamenten su ejercicio. En última instancia, la calidad de la norma responderá al interés de sus operadores y de la interpretación del texto concreto.
            De considerarse que lo atinente a las cárceles de la Nación previsto en el art. 18 consiste en una proyección de deseos para inducir al legislador a especificar la vigencia de la cláusula en una etapa posterior, su real ineficacia abre las puertas al trágico escenario de una violación al mandato constitucional por omisión de los ejecutores.
            Surge en este punto la dificultad en cuanto a la posibilidad de determinar cuál es el órgano responsable de la inactividad de los preceptos supremos, en tanto puede darse dicha inconstitucionalidad respecto a asuntos individuales como a la universalidad de los afectados por la deflagración del derecho o garantía que se desconoce. El Poder Ejecutivo desde sus facultades administrativas y reglamentarias, el Poder Legislativo en el dictado de leyes y el Poder Judicial en la aplicación casuística de los principios olvidados, son instrumentos idóneos para el restablecimiento de valores malogrados. Pero, asimismo, los órganos que se reparten las funciones del Estado pueden contribuir a la inercia ante circunstancias gravosas que contrarían las palabras del articulado fundamental y, peor aún, diluir la responsabilidad en un círculo vicioso que sólo deslinda del compromiso político a quienes debieran concurrir a su efectivo restablecimiento. Paradójicamente, del fallo examinado se extraen conclusiones como las siguientes: “no compete a los jueces  evaluar la oportunidad, el mérito o la conveniencia de las medidas políticas adoptadas por la administración”, por otro lado “los esfuerzos del Poder Ejecutivo no alcanzan para resolver el problema porque no cede la curva ascendente del número de presos en la provincia que responde a leyes provinciales” y finalmente “las provincias no pueden ser obligadas a seguir los criterios legislativos del Congreso Nacional en un tema que no ha sido delegado por las provincias, como la regulación de la excarcelación y la prisión preventiva”. ¿Cuál es entonces el Instrumento con la capacidad de cargar sobre sus hombros el deber de respetar y hacer respetar la normativa ultrajada ante su incumplimiento por omisión? No caben dudas que ante los actos individuales la vía idónea reparadora la puede constituir el amparo, y por ello el Poder Judicial debe responder ante el requerimiento de los ciudadanos por la eficacia del discurso que tan categóricamente se les presenta: “sanas y limpias”.
           
3. No obstante lo antedicho, el art. 18 de la Constitución, que enumera las garantías procesales básicas, en su misma letra da lugar a una interpretación programática respecto a que “una ley determinará en qué casos y con qué justificativos podrá procederse” al allanamiento y ocupación del domicilio. Pero respecto a la segunda parte de la norma, se denota con evidencia meridiana la operatividad de la norma, pues la pena de muerte, tormentos y azotes “quedan abolidos para siempre” y en esto no hay reglamento que pueda imaginarse: a continuación se establece que las cárceles serán sanas y limpias e incluso dispone la responsabilidad del juez que autorice una medida que mortifique más allá de la precaución indispensable. Estos últimos son derechos irrestrictos que no necesitan de ninguna reglamentación para mantener su vigor primigenio, y por ello mismo no puede sostenerse que las leyes posteriores nos dirán “cuán sanas y cuán limpias” deben ser las cárceles de la Nación. Por otro lado, y obviando el planteo previo, no le falta razón a la doctrina que sostiene que la totalidad de la normativa constitucional es operativa, y el admitir la ineficacia de algún artículo so pretexto de la falta de reglamentación sería convertir las palabras que inspiran el derecho más elemental de la comunidad en meras declaraciones, carentes de significación al momento de inspeccionar la problemática social. No es posible desconocer la enjundia de un enunciado expreso y conciso, a menos que se pretenda dejar de lado los requisitos primordiales de un Estado de Derecho.
            El art. 116 de la Const. Nacional pronuncia una clara directiva entre las atribuciones del Poder Judicial, cual es la de conocer y decidir en todas las causas  que versen sobre los puntos regidos por la Ley Fundamental. De allí que el control de constitucionalidad se deba en gran medida al criterio de los tribunales judiciales, y en especial el de la Corte Suprema de Justicia.

4. En el considerando 21 del voto en disidencia parcial del Doctor Don Carlos S. Fayt, puede leerse su recordatorio de que “no compete a los jueces evaluar la oportunidad, el mérito o la conveniencia de las medidas políticas adoptadas por la administración”, y que “mucho menos inmiscuirse en la forma en que las autoridades locales competentes cumplan con tan elementales deberes de gobierno”. Nos permitimos discrepar en cuanto que, si bien existen campos libres del control de constitucionalidad, “cuestiones políticas” que trascienden las facultades judiciales, no es menos cierto que el Poder Judicial debe ser el principal protector y último guardián de la vigencia de los derechos inalienables. Son ejemplos jurisprudenciales de estos “asuntos políticos” vedados al examen de la magistratura la declaración del estado de sitio, la facultad de indultar del Ejecutivo, o el contralor del Congreso sobre los decretos de necesidad y urgencia. Pero es ésta una doctrina en franco desbande y por ello debe comprenderse con criterio restrictivo, priorizando la función de los jueces de la Nación de velar por los derechos y garantías reconocidos a la población, por sobre su misión de “saberse mantener dentro de la órbita de su jurisdicción, sin menoscabar las funciones que incumben a los otros poderes” y en cuanto a que “su avance en desmedro de otras facultades revestiría la mayor gravedad para la armonía constitucional y el orden público” (el entrecomillado es del considerando 4 del voto en disidencia del Doctor Don Antonio Boggiano) consideramos que la mayor gravedad institucional reside en la desidia judicial cuando la armonía y el orden se encuentran flagrantemente vulnerados.
           
5. La acción de habeas corpus, del latín “habeo” (tener) y “corpus” (cuerpo), significa precisamente “tengas el cuerpo”, y es una figura que tiene sus orígenes en Roma, en el denominado interdicto de homine libero exhibendo. Se entiende que puede ser articulada por cualquier interesado, más allá de que sea o no parte de un proceso, por lo que la amplitud de la tutela otorgada no admite límites respecto a la legitimación activa de los sujetos que la ejerciten. El art. 43 in fine según la reforma de 1994 señala: “Cuando el derecho lesionado, restringido o amenazado fuera la libertad física, o en caso de agravamiento ilegítimo en la forma o condiciones de detención, o en el de desaparición forzada de personas, la acción de hábeas corpus podrá ser interpuesta por el afectado o por cualquiera en su favor y el juez resolverá de inmediato, aun durante la vigencia del estado de sitio.” Esta garantía tiene un peso categórico en el sistema republicano adoptado, y el bien jurídico protegido sin lugar a dudas es el de mayor jerarquía de entre los valores primordiales que el Estado debe procurar: desde la primera página los representantes del pueblo nos anuncian su voluntad de asegurar los beneficios de la libertad para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino. Toda privación ilegítima de la libertad debe repudiarse y corregirse, todo atropello a las condiciones legales y morales de detención debe considerarse un agravio, no tan sólo a quienes circunstancialmente se vean compelidos a soportar tales suplicios, sino al pueblo en su integridad, que no consiente esta sistemática trasgresión al sistema y que exige defenestrar a los mandatarios indiferentes o incompetentes.
            El art. 3º inc. 2º de la ley 23.098 instrumenta el llamado “hábeas corpus correctivo”, cuya finalidad consiste en poner término a la “agravación ilegítima de la forma y condiciones en que se cumple la privación de la libertad sin perjuicio de las facultades propias del juez del proceso si lo hubiere”. Para fundamentar el instituto, no hace falta más que remitirse nuevamente al art. 18 de la Constitución, para constatar la exigencia del mandato respecto de la modalidad en que debe llevarse a cabo la ejecución de la pena y el trato a los prisioneros.

6. El recurso extraordinario federal es “la vía procesal que permite elevar a la Corte Suprema todo expediente en el que se haya dictado una sentencia definitiva, emanada de cualquier superior tribunal del país, a fin de plantearle a aquélla temas de derecho federal (constitucional o infraconstitucional); entre otros, inconstitucionalidad de normas.” (Néstor Sagüés). Modernamente se entiende que el recurso federal también tiene a su cargo el control ante las sentencias arbitrarias, lo que previsiblemente acrecentó el número de recursos ante sentencias definitivas, que deben ser dictaminadas por la máxima judicatura de las provincias pertinentes. Pero no sólo son sentencias definitivas aquellas que producen cosa juzgada material, sino que al efecto de la aplicación del recurso extraordinario, la Corte ha dado aptitud de sentencias definitivas a resoluciones que “causan gravamen irreparable, paralizan el procedimiento o resultan portadoras de ‘gravedad institucional’”. Siguiendo una vez más al Dr. Néstor Sagüés en sus “Elementos de Derecho Constitucional”, podemos advertir que el concepto de “gravedad institucional” se bifurca en dos nociones manejadas por la Corte de manera elástica y acorde a los criterios y conveniencias de la coyuntura. Por un lado, la “gravedad institucional mínima” se presenta cuando en un juicio se discuten asuntos más allá del neto interés de los sujetos participantes. De mayor calaña es el concepto de “gravedad institucional máxima”, que aparece en aquellos procesos en los que se plantean problemáticas de macropolítica, que “comprometen las instituciones básicas de la Nación (“SA La Rinconada”), “la buena marcha de las instituciones” (“de Pablo”) o “conmuevan a la sociedad entera” (“Penjerek”).

7. Al observar la suerte corrida por el habeas corpus presentado por el CELS en el año 2001 ante el Tribunal de Casación de la Provincia de Buenos Aires, hasta llegar al fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el mes de mayo de este año 2005, se vuelve patente el grave defecto de nuestro sistema jurídico institucional: la burocracia reinante. Como confirmación de ello basta revisar lo resolutorio en el fallo del alto tribunal: una instrucción a la Suprema Corte de Justicia provincial y a todos los tribunales de todas las instancias para que, dentro de sus respectivas competencias, hagan cesar toda situación de agravamiento de la detención que importe un trato cruel, inhumano o degradante, y una orden al Poder Ejecutivo provincial para que, por intermedio de la autoridad de ejecución de las detenciones, remita a los jueces respectivos informes sobre las condiciones en que se encuentran personas privadas de su libertad, para que se cumpla con la normativa general vigente en materia de derechos humanos a partir de la cual nuestro sistema debe funcionar.
            Sin embargo, no puede acusarse por ello a los jueces del Supremo Tribunal ni considerarse estériles los esfuerzos judiciales del CELS en su intento por salvaguardar los derechos de las personas privadas de su libertad. Parece no poder hacerse otra cosa. Parece que se está limitado por un trazado institucional, por una demarcación de los límites de la acción. Esa imposibilidad de hacer, esa impotencia para la acción es justamente lo que define al poder encarnado en la burocracia. Las responsabilidades personales acaban por eludirse, perdiéndose en la impersonalidad de un mecanismo ya montado y en funcionamiento. El resultado: no hay juicio, no se juzga, se retarda, se posterga la justicia. Excepto, quizás, aquellas conductas que el aparato montado juzga mecánicamente, aquellas que ya ha juzgado al momento de ser montado.

8. Al analizar el nacimiento de la prisión moderna, Foucault desentraña una nueva lógica en la forma de montar el aparato punitivo que configura aún el funcionamiento de nuestro sistema penitenciario. Se diferencia claramente desde entonces la autoridad judicial en la publicidad de su accionar (de los debates y el proceso, de la sentencia y su decisión), de la autoridad de ejecución, aspecto éste que tiende a convertirse en “un sector autónomo, un mecanismo administrativo del cual descarga a la justicia por un escamoteo burocrático de la pena”[i]. Si bien la instancia judicial no debe ausentarse del momento de ejecución, actuando siempre como instancia de control y garantía del respeto y cumplimiento del derecho, en la práctica el sistema penal parece estar montado más para juzgar (o penar sin juzgar, en el caso de la abrumadora mayoría de prisiones preventivas) ciertos hechos antes que otros.
Mientras la infracción que vulnera un bien jurídicamente protegido convierte al infractor en delincuente y provoca el consecuente estado de convulsión social que exige su punición, el hecho crudo y patente de vulneración de las condiciones mínimas de dignidad y humanidad en la ejecución de la pena impuesta a aquél no parece alarmar demasiado, ni merecer acciones concretas a adoptarse por los responsables. Éstos hechos  —y no las acciones delictivas con su inexorable consecuencia, la pena, — son justamente los que, desde aquella división burocrática del trabajo señalada por Foucault, pasan de la estridente publicidad del suplicio a la no menos dolorosa penumbra de la prisión con sus tormentos aún vigentes.

9. Desde Beccaria, el constitucionalismo penal moderno ha desembocado en formas menos crueles de punir, aprovechando los cuerpos para readaptarlos a un orden social quebrantado con sus conductas, con una microfísica de la vigilancia y un panoptismo que intenta una ortopedia del delincuente, en vez de su suplicio público. La institución clave en este cambio desde finales del siglo XVIII, con un incipiente avance del liberalismo político, es la prisión como cambio paradigmático, a principios del siglo XIX, desviando la inicial marginalidad teórica que Beccaria le había concedido al encarcelamiento. Según el análisis que el filósofo francés Michel Foucault hace de las instituciones de castigo y vigilancia, en Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, encontramos una nueva conformación de la sociedad a partir de una reformulación en sus penas; como el jurista argentino Sebastián Soler supo decir en sus Bases ideológicas de la Reforma Penal: para conocer a fondo un Estado, es necesario enfrentarse cara a cara con su forma de penar. Foucault describe cuatro tipos de sociedades según la “táctica punitiva” que alberguen: en primer lugar, en la Grecia clásica, encontramos las sociedades que exilian, deportan, destierran; luego, las sociedades germánicas que reparan con una recompensa el daño causado, generalmente con una obligación pecuniaria; en un tercer momento, las sociedades occidentales a finales de la Edad Media, con el suplicio público, las marcas infamantes y torturas crueles sobre el cuerpo de quienes delinquían. Por último, las sociedades de encierro, que Foucault se atreve a señalar, sin más, desde su Francia setentista, como “la nuestra”[ii]. Si bien el trabajo foucaultiano, combate contra la idea de progreso, evolución o continuidad entre las sociedades, el discurso penal liberal que hemos heredado, tiene su asidero en el encierro: no es posible un debate moderno sobre la pena que tenga consistencia y seriedad, sin analizar la problemática del encierro y la resocialización, objetivo último de los fines del encarcelamiento.

10. Nuestra legislación vigente en materia carcelaria, tiene su columna vertebral en la ley 24.660, de ejecución de la pena privativa de la libertad, que dispone, en su primer artículo, que la misma tiene por finalidad lograr que “el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley, procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad. El régimen penitenciario deberá utilizar (...) todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada”.
Hasta allí, en el plano puramente abstracto y legal, nos encontramos con una normativa acorde al constitucionalismo penal moderno, y —como bien acota el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación— a los contemporáneos tratados de derechos humanos sobre personas detenidas. Es allí, dentro del discurso resocializador de la prisión como institución necesaria y purificante, donde se hace posible la discusión sobre la pena. Dentro de esa pureza institucional de una cárcel que garantice las condiciones básicas de humanidad de una persona privada de su libertad, aunque la pena misma sea un demérito fundamental sobre la persona.

11. En el siglo XIX, contemporáneamente con el nacimiento de la forma actual de punir, surgen reacciones abolicionistas a una forma de castigo considerada, como tal, una variante de la esclavitud. A partir de allí, se hacen oír discursos socialistas, anarquistas, liberal-utopistas, que son fundamentales para discutir el encierro, la posibilidad de resocialización del condenado y para abrevar el derecho penal que no le produce suplicios físicamente ni tortura al preso. Nuestras cárceles, tal como lo demuestra el informe del CELS, no sólo adolecen de las reglas más básicas para el desenvolvimiento de actividades que puedan abarcar la normalidad del ser humano aunque esté privado de su libertad (comer, dormir en una cama, habitar un espacio sano, etc.), sino que además disimulan lugares de condena, cuando la mayoría de los alojados son procesados. De esta manera, nosotros consideramos imposible plantear cualquier discurso sobre la pena: tanto las vertientes del abolicionismo, como el discurso resocializador, se hacen imposibles en lugares donde la legislación y el debate jurídico va por un lado cercano a las cárceles de Suecia, y la realidad nacional —y latinoamericana— por uno absolutamente distinto.

12. El 3 de mayo de 2005 la CSJN resolvió: Declarar admisible la queja y procedente el recurso extraordinario interpuesto por el CELS y revocar la sentencia apelada. Declarar que las Reglas Mínimas para el tratamiento de Reclusos de las Naciones Unidas configuran las pautas fundamentales a las que debe adecuarse toda detención. Disponer que la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires, a través de los jueces competentes, haga cesar en el término de 60 días la detención en comisarías de la provincia de menores y enfermos. Instruir a los tribunales de todas las instancias de la provincia para que hagan cesar toda eventual situación de agravamiento de la detención que importe un trato cruel, inhumano o degradante o cualquier otro susceptible de acarrear responsabilidad internacional al Estado. Ordenar al Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires que remita a los jueces respectivos un informe en el que consten las condiciones concretas en que se cumple la detención y disponer que cada sesenta días informe a esta Corte las medidas que adopte para mejorar la situación de los detenidos de la provincia. Exhortar a los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la Provincia a adecuar su legislación procesal penal en materia de prisión preventiva y excarcelación y su legislación de ejecución penal y penitenciaria, a los estándares constitucionales e internacionales. Encomendar al Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires para que a través de su Ministerio de Justicia organice la convocatoria de una mesa de diálogo a la que invitará al CELS y restantes organizaciones presentadas como amicus curie.

13. Pueden constatarse en el fallo de la Corte Suprema de Justicia dos extremos: por un lado lo que se declara como la normativa fundamental a la cual debe adecuarse toda privación de la libertad; por el otro la descripción de las condiciones reales en las que se ejecutan las penas. De un lado el discurso penal receptado en los instrumentos de derecho internacional, muy especialmente en los tratados de derechos humanos con rango constitucional, y reproducido por la normativa. Del otro, los suplicios reales que son posibilitados, encubiertos por aquel discurso. Entre medio de estos dos extremos, se abre un abismo que parece infranqueable, irreconciliable.
            Sin embargo, el estado real de las cárceles y las penitenciarías con sus encierros y suplicios no deja de justificarse en otro discurso receptado no ya a nivel legal o formal, sino encarnado en la misma materialidad de las instituciones. Es el discurso de ciertos sectores de la sociedad que pretenden eliminar la delincuencia eliminando a los delincuentes. Según esta lógica, el sistema penitenciario no tiene como objetivo la reintegración del delincuente a la sociedad con una nueva comprensión y respeto por la ley, sino más bien su segregación de la sociedad. En efecto, las políticas de la tolerancia cero justifican (en un discurso no ya legal, pero sí político o social) el encierro que busca el castigo, pero principalmente el resguardo de los bienes propios que son puestos en peligro, se supone, por la libertad del delincuente.
Este discurso (no tan subterráneo) es el que en definitiva ha permitido el resquebrajamiento entre las condiciones ideales y las materiales de ejecución de las penas privativas de la libertad, provocando un vaciamiento del discurso penal constitucional y legal, que se vuelve inaplicable en sociedades cuyas cárceles (las propiamente dichas y las improvisadas comisarías) son una forma de destierro inmóvil, de exclusión de la sociedad, de aniquilación de la persona.
Es curiosa la coincidencia entre Auschwitz y algunas cárceles bonaerenses, pero también cordobesas, riojanas y latinoamericanas: hay un desinterés absoluto por lo que vendrá, por el porvenir, de presos y de quien sea su víctima, su Otro: las cárceles de la nación están más cerca de la terrible “solución final” que de la culposa “resocialización” de quienes, en condiciones paupérrimas, intentan, no ya habitarlas, sino sobrevivir de ellas.

14. Al concluir, creemos que verdaderas odiseas judiciales como la del CELS sirven para una suerte de lo que podríamos llamar “Prevención General Inversa”, donde no se previene a la sociedad de cometer delitos, haciendo saber que “hay derecho que se cumple”, sino a los responsables políticos y judiciales del encarcelamiento en condiciones infrahumanas. El objetivo de esa prevención inversa, desde las víctimas del sistema carcelario hacia los jueces y ejecutores de las penas, debería hacernos retornar a un espacio democrático donde se pueda discutir, a favor o en contra, los fundamentos últimos de una pena de prisión. 
La lógica burocrática no hace sino prolongar el padecimiento con la complicidad del ocultamiento de los hechos que es necesario juzgar. Sin juicio no hay reconciliación, dijo Hanna Arendt al reivindicar la necesidad de juzgar a Eichmann y con él todo el montaje nazi. Reconciliación entre el mundo y su sentido antes y después del Holocausto en aquella oportunidad. Reconciliación entre el discurso constitucional penal y el abismo hoy inconmensurable que separa ese discurso de los suplicios reales y apenas alcanza a configurar un mundo desgarrado de sentido. Sólo emitiendo juicios podemos dar sentido al mundo. Emitiendo juicios y actuando responsablemente en consecuencia.


[i] Foucault, M. Vigilar y castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002; pág. 17
[ii] Foucault, M. La vida de los hombres infames, Altamira, Bs. As., 1996; pág. 37.

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